Hay mujeres que arrastran maletas cargadas de lluvia
Hay mujeres que nunca reciben postales de amor
Hay mujeres que sueñan con trenes llenos de soldados
Hay mujeres que dicen que sí cuando dicen que no
Joaquín Sabina
Me dijiste que eras somera y fluctuante, pero no te creí. No es que fuera falta de vocabulario, es que me parecía algo tan impersonal que no podía aceptarlo. Estaba demasiado ocupado amueblando el salón con armarios de caoba y alfombras indias, como para ponerme a pensar en metáforas.
Al día siguiente acababa de comprar una mesa de anticuario, y estaba envuelto entre limas y lijas, cuando sentí que comenzabas a llorar en la habitación. Cuando llegué, se había desatado un torrente incontenible de sal y desidia; estabas sentada en la cama y llorabas, llorabas como si no hubieras nacido más que para eso. Lloraste durante varias semanas, y el agua se colaba bajo las puertas y anegaba los pasillos. Las alfombras quedaban sumergidas como tesoros piratas, los muebles absorbían el agua y se pudrían con la sal, tu gato persa decidió emigrar porque no sabía nadar y tenía el pelo demasiado sedoso para soportar aquella humedad inmunda.
En ocasiones intenté frenar tus lamentos. Me sentaba junto a ti mientras creías mover los pies, que estaban enraizados junto a la cama. Te besaba la frente y con mis manos trataba de taparte los ojos, pero el agua surgía entre mis dedos, y continuaba goteando incansable.
Armado con calderos y cubetas busqué salvar mis muebles, pero comenzaron a formarse olas que llevaban objetos de unas habitaciones a otras y tuve que dejarlo por imposible.
Una noche encontré flotando tu viejo álbum de fotos, y no era ya más que un borrón de tinta. Pero mientras lo hojeaba, dejaste de llorar. Lo supe porque fue como si alguien hubiera cerrado un grifo. Esas cosas se sienten. Remé acercando la canoa a tu habitación y entonces comprendí que no me habías mentido. Comenzabas a evaporarte lentamente, formando una niebla espesa, casi opaca. Tus ojos ya no eran ojos, y comprendí que ya no estabas, que te había perdido.
Sólo entonces, cuando te perdí a ti, dejaron de importarme las maderas arcaicas, los muebles de iroko, las mesillas de cristal y aquellas eternas restauraciones que no tenían sentido. Ni siquiera me dolía haber perdido mi vieja colección de vinilos, porque te había perdido a ti.
Esa noche, cuando fui consciente de todo aquello, comencé a llorar.