miércoles, 1 de enero de 2020

Parábasis


Podríamos pensar que el silencio es el peor de los presagios. Por qué buscar un impacto en la acción más allá del simple poder de la palabra. Decir palabra, por ejemplo, o decir jardín, como quien vuelve sus manos en torno buscando algo que ha perdido, no es necesario; es sólo un ejercicio. Entonces podríamos simular algo como un pequeño canto, y repartirnos la responsabilidad del beso. Eso sería más que suficiente. Y no decir entonces o ahora o después. Pero no hay beso, hay silencio. No hay labios ligeramente protuberantes, hay lluvia, al otro lado del cristal, eso también es un presagio. Siempre que llueve en una historia es porque se acerca el final, o porque el principio se concede un exceso dramático. Cuando no llueve, hay días grises. No importa que sean más o menos grises, en silencio. Podríamos entonces repartirnos la responsabilidad de tomarnos de las manos. Pero quién coordina la partida del gesto ahora, que tú esperas y yo espero, quién aborda la responsabilidad del paso. Nadie. El silencio es un presagio de espera. La palabra es una búsqueda ansiosa de definición, y nunca hubo verdadera definición, ni sistema. Podríamos pensar que es suficiente con dejar de elogiarnos en la distancia, en la derrota. Ascender a paso firme hacia el Lethe, cuyas aguas aún permanecen limpias a pesar de lo que han visto. Toda palabra es en cierto grado una confesión. Lo hice. No importa si lo hice o no lo hice, pero lo hice. No lo hice. Podríamos convenir en que todo renace cuando uno menos se lo espera. Es docto, es un latido de conveniencia. Es de prever el apocamiento en el que nos sumimos ante las virtudes del otro, especialmente cuando señalan los defectos propios o esas carencias que hemos asumido con desagrado. Cambiar lo que está escrito con sedimentos de lágrimas sobre un diccionario irreverente, lleno de términos que existen, pero significan otra cosa, es de una dificultad ardua, porque precisa olvido, y todo olvido no es más que una arista de la mentira. Pero qué somos sin mentiras, más que esquelas vivientes, seres incapaces de proseguir el mecánico arte de la vida, que es nacer, crecer, e inventar recuerdos. Hemos de reconocerlo, después de todo. Una frambuesa nunca puede ser ocre, más que cuando aún no ha nacido. Las luciérnagas todavía brillan, aun sabiendo lo breve de su estancia en la hierba que crece entre los fresnos. Un final no siempre es oclusivo, por más que uno se limpie las pezuñas, llueve y entonces, llueve, y entonces, llueve, y el barro es el presagio. Todo esto es un pretexto. Podríamos repartirnos la responsabilidad de escoger la siguiente imagen, sin necesidad de lanzar nuestra moneda al aire. Un beso, un abrazo, lejos de los lugares comunes, pero no, no logramos sobreponernos a ese trueno que nos hizo derramar el vaso de leche durante la madrugada. Ese trueno que no fue más que una excusa para olvidarnos. El pavor es resistente, como una fiera resignada. Entonces convenimos que es suficiente con lo que nos hemos concedido, que no hay resquicios, que el fogonero ha desatendido sus labores en este barco. Podríamos convenir en que fomentar el silencio no basta, que la muerte a la que estamos abocados ha de lentecerse en un impropio manojo de palabras nácar, semejanzas. Así la lluvia, dejamos que la lluvia narcotice, el barro limpie, que la distancia sea el presagio. Podríamos recuperarnos del sueño alguna vez, o más bien de la pesadilla que nos hizo raptar la belleza del sueño. Podríamos erigir, con este descontento, una verdad a la que aferrarnos aún con más fuerza que a este absurdo. Todo silencio es una forma de espionaje, a veces de uno mismo. Toda nariz es un lugar apropiado en el que depositar una veloz táctica de desarbolamiento. Por eso creo que te besaría la nariz, si en algún momento parase la lluvia. Si no supiera que la exposición de mis preferencias en algún sentido se vería respondida con actos vejatorios; el primer paso es el paso, el segundo paso ya no importa, el tercer paso suele ahogar la vela. Podríamos convenir en que aún nos deseamos con suficiencia, más allá de las palabras y de los silencios, de cualquier subyugado precedente. Podríamos convenir que esto es lejos, hablando de tiempo y no de espacio, o hablando de espacio y no de tiempo, o hablando en todo caso de presagio. Entonces podríamos simular que no simulamos, o no simular que simulamos, comprender que el silencio es óxido sólo a veces, cuando los amantes carecen de inventario.