Podríamos pensar que el silencio
es el peor de los presagios. Por qué buscar un impacto en la acción más allá
del simple poder de la palabra. Decir palabra, por ejemplo, o decir jardín,
como quien vuelve sus manos en torno buscando algo que ha perdido, no es
necesario; es sólo un ejercicio. Entonces podríamos simular algo como un pequeño
canto, y repartirnos la responsabilidad del beso. Eso sería más que suficiente.
Y no decir entonces o ahora o después. Pero no hay beso, hay silencio. No hay
labios ligeramente protuberantes, hay lluvia, al otro lado del cristal, eso
también es un presagio. Siempre que llueve en una historia es porque se acerca
el final, o porque el principio se concede un exceso dramático. Cuando no
llueve, hay días grises. No importa que sean más o menos grises, en silencio.
Podríamos entonces repartirnos la responsabilidad de tomarnos de las manos.
Pero quién coordina la partida del gesto ahora, que tú esperas y yo espero,
quién aborda la responsabilidad del paso. Nadie. El silencio es un presagio de
espera. La palabra es una búsqueda ansiosa de definición, y nunca hubo
verdadera definición, ni sistema. Podríamos pensar que es suficiente con dejar
de elogiarnos en la distancia, en la derrota. Ascender a paso firme hacia el
Lethe, cuyas aguas aún permanecen limpias a pesar de lo que han visto. Toda
palabra es en cierto grado una confesión. Lo hice. No importa si lo hice o no
lo hice, pero lo hice. No lo hice. Podríamos convenir en que todo renace cuando
uno menos se lo espera. Es docto, es un latido de conveniencia. Es de prever el
apocamiento en el que nos sumimos ante las virtudes del otro, especialmente
cuando señalan los defectos propios o esas carencias que hemos asumido con
desagrado. Cambiar lo que está escrito con sedimentos de lágrimas sobre un
diccionario irreverente, lleno de términos que existen, pero significan otra
cosa, es de una dificultad ardua, porque precisa olvido, y todo olvido no es más
que una arista de la mentira. Pero qué somos sin mentiras, más que esquelas
vivientes, seres incapaces de proseguir el mecánico arte de la vida, que es
nacer, crecer, e inventar recuerdos. Hemos de reconocerlo, después de todo. Una
frambuesa nunca puede ser ocre, más que cuando aún no ha nacido. Las
luciérnagas todavía brillan, aun sabiendo lo breve de su estancia en la hierba
que crece entre los fresnos. Un final no siempre es oclusivo, por más que uno
se limpie las pezuñas, llueve y entonces, llueve, y entonces, llueve, y el
barro es el presagio. Todo esto es un pretexto. Podríamos repartirnos la
responsabilidad de escoger la siguiente imagen, sin necesidad de lanzar nuestra
moneda al aire. Un beso, un abrazo, lejos de los lugares comunes, pero no, no logramos
sobreponernos a ese trueno que nos hizo derramar el vaso de leche durante la madrugada. Ese trueno que no fue más que una excusa para olvidarnos. El pavor
es resistente, como una fiera resignada. Entonces convenimos que es suficiente
con lo que nos hemos concedido, que no hay resquicios, que el fogonero ha
desatendido sus labores en este barco. Podríamos convenir en que fomentar el
silencio no basta, que la muerte a la que estamos abocados ha de lentecerse en un
impropio manojo de palabras nácar, semejanzas. Así la lluvia, dejamos que la
lluvia narcotice, el barro limpie, que la distancia sea el presagio.
Podríamos recuperarnos del sueño alguna vez, o más bien de la pesadilla que nos
hizo raptar la belleza del sueño. Podríamos erigir, con este descontento, una
verdad a la que aferrarnos aún con más fuerza que a este absurdo. Todo silencio
es una forma de espionaje, a veces de uno mismo. Toda nariz es un lugar
apropiado en el que depositar una veloz táctica de desarbolamiento. Por eso
creo que te besaría la nariz, si en algún momento parase la lluvia. Si no
supiera que la exposición de mis preferencias en algún sentido se vería
respondida con actos vejatorios; el primer paso es el paso, el segundo paso ya
no importa, el tercer paso suele ahogar la vela. Podríamos convenir en que aún
nos deseamos con suficiencia, más allá de las palabras y de los silencios, de
cualquier subyugado precedente. Podríamos convenir que esto es lejos, hablando
de tiempo y no de espacio, o hablando de espacio y no de tiempo, o hablando en
todo caso de presagio. Entonces podríamos simular que no simulamos, o no
simular que simulamos, comprender que el silencio es óxido sólo a veces,
cuando los amantes carecen de inventario.